“Golpe que entra no sale”. Frank Paredes Vílchez (primero alumno aventajado y luego peleador profesional de muay thai) recuerda las palabras de su entrenador cada vez que se escucha a sí mismo hablando más lento que antes. O cuando se palpa alguno de los 55 puntos de sutura repartidos entre la mandíbula, los pómulos, la frente, la ceja y las sienes.

Frank, de 28 años, empezó a pelear en el colegio, a la salida de clases o durante los recreos. Influenciado por su hermano mayor y por las películas de Bruce Lee, Jackie Chan y Van Damme, a los 17 se afilió a un club de taekwondo. Su entorno familiar era inestable, sus padres (que hoy viven en Italia) discutían y Frank se defendía de un entorno hostil pegándole a un saco de arena. A los 11 años se fue a vivir con una tía.

Desde Holanda, donde pasa una temporada entrenando para su próximo combate en Lima, mira la infancia en retrospectiva y siente que tal vez no empezó a dar golpes para defenderse de la tristeza o la incomprensión. Cree en algo superior: en que los artistas marciales son guerreros modernos. Tal vez heredó esa condición de otra vida, piensa, y por eso le resulta natural clavar la tibia en los muslos, las costillas o la cabeza de su oponente.

“Yo quería ser alguien diferente, salir y ver el mundo”. Empezó a entrenar en el gimnasio miraflorino de Jimmy Pool, su entrenador durante muchos años y quien lo animó a viajar como él alguna vez lo hizo. Dejó el taekwondo después de obtener el cinturón negro y sentir una gran decepción al darse cuenta que pertenecer a la selección nacional no pasaba por la potencia de sus patadas sino por tener contactos y pagar una cantidad de dinero de la que no disponía. Su tránsito al muay thai fue espontáneo: es un arte marcial sin jerarquías ni cinturones.

Como peleador de muay thai ganó todos los campeonatos locales, luego ganó campeonatos en Chile, Argentina, Brasil y Ecuador. Pero él soñaba con llegar a Tailandia, a la esencia del muay thai: no estudias para ser astronauta si no sueñas con llegar a la luna.

Estadio Lumpinee, Bangkok

El sonido de un KO es como el de un aplauso: un latigazo del empeine en la sien del oponente. Y a la lona. De nada le sirve el bálsamo de tigre con el que se untan todo el cuerpo, tampoco los estiramientos acompañados de rezos de agradecimiento a los maestros en esa coreografía previa al combate llamada Wai khru ram muay. Aquí gana el peleador más veloz y eficiente, el de short rojo o azul, que son los colores de la bandera de Tailandia. Los dos artistas marciales, pequeños y ligeros, llevan en la sangre las técnicas de un deporte creado hace más de 2,000 años para que los soldados fueran más fuertes, acaso letales, en la lucha cuerpo a cuerpo. Por eso, a este deporte alguna vez se le conoció como nawa arwut o “nueve armas”: dos manos, dos codos, dos rodillas, dos pies y la cabeza en vez de espadas o pistolas. En el muay thai actual ya no valen los cabezazos.

Cerca del ring, que no puede ni siquiera rozar una mujer por exigencias de la tradición, cuatro músicos (con dos tipos de oboe, platillos y tambores) interpretan la música tradicional conocida como samara, que empieza lenta e hipnótica al momento de las danzas rituales previas al combate y alcanza un ritmo frenético en el tercer round, cuando al peleador de short azul se le acaba de reventar el pómulo, un turista se tapa los ojos y el otro derrama una cerveza, los mafiosos recolectan el dinero de sus apuestas clandestinas y los verdaderos fans jalean a su peleador. Toque de campana. Silencio. Gana el peleador rojo y el de azul recibe una cachetada de su entrenador nada más bajar del ring.

El estadio de Lumpinee, fundado en 1956, es la meca del muay thai en Tailandia. Y Frank quería estar allí, formar parte de eso.

Su primer viaje fue en 2007 para participar en el mundial pero fue descalificado en la segunda pelea. Todo era demasiado grande y los peleadores muy buenos, con sponsors, nutricionistas, masajistas y shorts con sus nombres bordados. Volvió a Lima. Siguió sus entrenamientos, daba clases, ahorraba.

En 2009 se fue por amor a Rusia, pero las cosas no salieron como esperaba. En Moscú se compró un diccionario ruso-español y voló a Kirguistán, donde consiguió trabajo como profesor de salsa y dando masajes tailandeses. Entrenaba todo lo que podía, esperaba el momento propicio con la guardia alta hasta que consiguió algunas peleas. Con el dinero que ganó llegó por fin a Tailandia, Bangkok, Lumpinee, ese sueño. Pero era caro, era difícil, es un circuito muy cerrado, no tenía más sponsors que el poco dinero que eventualmente le enviaban sus padres desde Italia. Para comer había que, literalmente, pelear.

Optó por prepararse para el mundial en la isla de Samui. Tenía para pagar su cuarto, comida y gasolina para la moto. Ganaba 100 dólares por pelea y peleaba todos los viernes. Los cortes en la cabeza no habían terminado de cicatrizar cuando se abría una nueva herida. Tenía una infección en la tibia y se trataba con acupuntura. Una noche cogió el teléfono, llamó a Lima y le dijo a su entrenador que se regresaba, que no aguantaba. “Sabía que no ibas a durar”, le contestó, “allá es duro”. Y se quedó. Las cosas que te hacen fuerte son las que más duelen, pensó.

El gimnasio y training-camp SuperPro, afiliado a It´s Showtime (la promotora de eventos de artes marciales más importante de Europa hasta su cierre el año pasado), le ofreció un contrato de seis meses. Podía entrenar y enseñar. Incluso participó en algunos episodios de un reality show sobre peleadores que fue transmitido en todo el mundo por Eurosport. Consiguió más peleas y un contrato en Kuala Lumpur donde ganó un campeonato intercontinental. También ha peleado (y ganado) en Hong Kong, Camboya, Malasia, Rusia, Holanda, Uzbekistán. Y en todos estos lugares le hacían la misma pregunta: ¿Perú? ¿Tan lejos ha llegado el muay thai?

Frank se mueve rápido en la lona, dispara patadas invisibles, amortigua bien los golpes, tiene una derecha destructora y no tiene miedo, no sobre el ring. Ahora vuelve al Perú a conseguir el único título que le falta: el campeonato mundial.

El peleador que se inventó a sí mismo porque de chico quería ser diferente se enfrentará el próximo 28 de septiembre al mexicano Carlos Brian, quien ignora que Frank lleva tatuado en la espalda a su protector y amuleto: Hánuman, el dios mono cuya fortaleza era tan grande que al nacer saltó hasta el sol pensando que era una fruta.